Mientras se conserva la disyuntiva entre la validez o peso del dibujo dentro de las artes plásticas, y en comparación con la pintura, aparece Olga Chorro para demostrarnos que esta confusión está completamente injustificada.
En cada pieza dibuja un pequeño pedazo de su ser y de su interior, desvariando, como si fuese la última oportunidad de hacer hablar al lápiz mudo sobre su propia muerte. La muerte, entonces, como potencia (re)generadora - desde su propia revelación en las pinturas de Chorro - se convierte en el motivo que marca el límite entre el cuerpo físico y otro tipo de corporalidad (la potencia de la vida que se desvanece pero que permanece atrapada en la obra). Indudablemente, bajo esta perspectiva, la actual muestra está dividida entre carne y espíritu, y, aún más, si tomamos en cuenta que, trabajando ex profeso para el espacio, Chorro atraviesa cual Virgilio, indagando sobre las ánimas en pena que después de despojarse de sus cuerpos, divagan por los muros de este ex Convento. La introspección que así logra, es orientada por la posesión que sufre por cada una de las mujeres que se encerraron en la vida conventual del siglo XVI. En esta exposición, no serán extraños los casos en que las mujeres se confundan entre una comunión divina y una demoníaca; y en que las tentaciones que sus motivos provoquen se expresen a través, simplemente, de la sublimación artística. Por Mirna Calzada / Marlene Saft
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