Marina Abramovic “Me gusta jugar con los límites, pero amo demasiado la vida”

Por Marcela Costa Peuser y Marina Oybin

En su paso por Buenos Aires, Marina Abramovic conversó con Arte al Día Internacional sobre sus inicios en la performance, su relación con la muerte, y las experiencias artísticas que más la marcaron.

Marina Abramovic  “Me gusta jugar con los límites, pero amo demasiado la vida”

Marina Abramovic, la performer más radical de los últimos cuarenta años, nos recibe con calidez. Vino a Argentina para participar en la 1° Bienal de Performance: dio un workshop y una inolvidable conferencia. Estamos en el hotel de Puerto Madero en donde se aloja. Nos avisan que disponemos de media hora para entrevistarla: su agenda tiene un ritmo vertiginoso. Nos escucha atenta, contesta con suavidad. Es bella, luminosa. Inolvidable.

Nacida en la ex Yugoslavia, Abramovic caminó la Muralla China para reencontrarse con el artista alemán Ulay, el amor de su vida, sólo para decirle adiós. Expuso su cuerpo al público: colocó sobre una mesa 72 objetos, entre ellos un revólver, e invitó al público a usarlos con ella como quisieran. Casi la matan. Experimentó con drogas en performences extremas. Llevó el umbral de tolerancia del dolor al máximo: se cortó con cuchillos, se expuso al fuego. Investigó el rol del público y su propio rol en el centro de la escena. Con economía de recursos, revolucionó el MoMA y la Serpentine Gallery con performances intensas, conmovedoras.

En Balkan Baroque, premiada con el León de Oro en la Bienal de Venecia en 1997, limpió 2.500 huesos de vacas de nuestras pampas, durante seis días. Una alusión imborrable a la guerra, surgida a partir de la guerra de los Balcanes. Ahora, recuerda esa performance: “Hacía mucho calor en Venecia, conviví esos seis días limpiando huesos entre gusanos. El olor me penetraba los huesos”.

Desde sus comienzos, Abramovic experimentó y exploró los límites de su resistencia mental y física, y la del público. Ahora lo suyo es la mente. Con el cuerpo ya cerró un capítulo.

-¿Cuándo se dio cuenta de que el cuerpo era su herramienta para hacer arte?

-Comencé muy temprano a darme cuenta de que mi propósito era ser artista. Lo primero que hice fue una muestra de pintura a partir de mis sueños: tenía doce años, y estaba muy celosa de Mozart porque él había comenzado cuando tenía siete (risas). Luego, entré en la Academia de arte y conformamos un grupo con otros artistas, yo era la única mujer. Empezamos a experimentar con diferentes medios. Mi primer trabajo fue con instalaciones de sonidos. Ahí comencé con el arte de la performance: me di cuenta de que no podía hacer ninguna otra cosa. La performance es un medio muy específico y está basado en el tiempo: es un medio que ha sido relegado porque no fue reconocido como arte para nada. Para mí, fue una gran lucha porque era un arte que confrontaba con el pensamiento de Yugoslavia, había mucho antagonismo con mi familia, con la opinión en general, así que me sentía como la primera mujer que estaba caminando sobre la Luna.

-¿Cómo experimentó la sensación tan intensa de que la vida es finita?

-En mi vida y en mi trabajo pienso en eso todo el tiempo. Es muy importante enfocarse en la temporalidad y en la existencia humana para poder enfocarse en la vida. Eso siempre estuvo presente en mi trabajo. Cuando tenía 17 años ese tema estaba presente todo el tiempo: lloraba mucho porque tenía la sensación de que en cualquier momento podía morirme. La sensación o la conciencia de que no íbamos a estar siempre aquí era algo traumático para mí. En ese momento, comencé a trabajar con la idea de la muerte y la importancia de los pensamientos sobre la muerte para, de alguna manera, exorcizar esos miedos. Ahí surge la pieza Nude with Skeleton para poder amigarme con esta idea. Quería sentir cómo sería cuando sólo fuera huesos y polvo. Cuanto más piensas en la muerte, más disfrutas de la vida.

-A los 14 años jugó a la ruleta rusa con el revólver de su madre. ¿Volvió a tener esa sensación en alguna de sus performances?

-A esa edad no tenía conciencia del peligro. Estaba jugando con una amiga, ella disparaba y nada pasaba, disparaba yo, hasta que en un momento disparé contra la biblioteca y le di a uno de los libros: la bala destruyó “El Idiota”, de Dostoievski (risas). Mis padres tenían muchos libros de autores rusos y franceses, podría haber sido un libro de Engels, Lenin, pero no, fue “El Idiota”. Ahí realmente entré en pánico porque tomé conciencia: estaba jugando con la muerte. Me gusta jugar con los límites, pero amo demasiado la vida. No me quiero morir y no me quería morir entonces.

-¿Cuál fue la performance que más la impactó emocionalmente?

-Siempre la última performance es la que más me impacta. Nunca miro hacia atrás, siempre hacia delante. La que hicimos en la Serpentine Gallery, donde estuve 512 horas, tuvo un impacto muy fuerte. Fue una experiencia en la que tenía mucho miedo a fracasar. No en relación a la reacción del público sino miedo a perder la fe en que esto era posible. Trabajamos conjuntamente con el curador y el director del museo para ver qué trabajo íbamos a exponer. Y tan solo dos meses antes de la preparación de la exposición, los llamé y les dije: “Quiero simplemente una galería vacía, sin nada, quiero trabajar directamente con el publico”. La idea era que ellos pasaban a un espacio en el que dejaban todas sus pertenencias: reloj, notebook, celulares. Les daban auriculares para bloquear el sonido externo. Luego, los llevaba de la mano y los invitaba a enfrentarse a una pared blanca o a hacer ejercicios muy sencillos o simplemente pararse en una plataforma. Sucedió este milagro increíble: la gente empezó a despertar en relación a quiénes eran ellos mismos. La parte más emotiva para mí fue la posibilidad de que el público pudiera sentir esta energía que es simplemente eterna. Asistieron 150 mil personas. Esto me dio la sensación de propósito: de que mi performance puede brindar claridad, de que puede despertar conciencias. Les di solamente la posibilidad de volver a conectarse con ellos mismos. Esto es emocionante para mí.

The Artist is present es una pieza muy importante para mí. De hecho, podría decir que cambió mi vida, pero esta va más lejos aún. Teníamos desde un ama de casa de Bangladesh hasta un escritor de ciencia ficción: todos de diferentes estratos sociales, con diferentes trabajos, de diferentes lugares y religiones.

-¿Cuáles fueron las experiencias que le hicieron cambiar el foco de su cuerpo a su mente?

–Fue un cambio gradual. Primero estaba interesada en los límites del cuerpo, ahora me focalizo en los límites de la mente. Sólo usamos el 33 por ciento de nuestro cerebro. Muchos piensan que ahora mi trabajo es más fácil, pero en realidad cortarse no es algo muy difícil: sólo hay un poco de sangre. En cambio, adentrarse en este océano desconocido que es la mente, entrar en contacto con lo inconciente, es realmente difícil. Ahora estoy trabajando con científicos norteamericanos y rusos para averiguar qué es lo que sucede cuando uno está frente a frente con un extraño, mirándose sin ningún tipo de comunicación verbal. Las ondas cerebrales que se producen son diez veces más intensas que el habla. Esto es lo que me interesa ahora. Estoy convencida de que para cambiar el mundo hay que despertar la conciencia de los individuos. El cuerpo es simplemente una carcasa, la mente es lo real.

- Una vez afirmó que las mujeres no están preparadas para sacrificarse como los hombres por el arte. ¿Qué sacrificó usted por el arte?

-Todo: no tengo hijos ni marido. La verdad es que no soy una buena candidata. Mi trabajo es todo. Abocarme a mi trabajo es una tarea muy solitaria. No tengo vida privada. Soy el ejemplo perfecto de una nómada moderna. Nadie aguanta estar una semana conmigo: es un ritmo absolutamente militar.

-¿Cómo se prepara antes de cada performance?

-Esta preparación requiere de un entrenamiento físico riguroso, un tratamiento nutricional para desintoxicarme y mucha preparación mental. Y, si bien me puedo pasar horas y horas sin hablar, cuando termino necesito gritar.

-¿Alguna vez la decepcionó la audiencia?

-Nunca. Es acerca de mí, no del público. Nunca me decepcionaron: para mí el cien por ciento no es suficiente. Tengo que dar el 120 por ciento y ellos por ahí no van a notar la diferencia, pero van a estar ahí. Si doy menos, se van a ir.