Karina Peisajovich: Background. Alejandra Von Hartz Gallery, Miami

Por Adriana Herrera | agosto 11, 2016

Peisajovich aprovecha el legado de los estudios cromáticos de Seurat y su modo de trabajar la división de tonos a partir de la posición de toques de color para provocar, en la distancia, determinadas combinaciones en la retina. 

Karina Peisajovich, Installation View / vista de instalación: Photo by Oriol Tarridas

Karina Peisajovich (Buenos Aires, Argentina, n. 1966) es una de las más disciplinadas estudiosas contemporáneas de los fenómenos del color y de la luz. En sus exploraciones iniciales, reanudando la renuncia a representar la luz con la pintura, encontró nuevos modos de proyectarla en el espacio y convertirla en el medio en sí. En los recientes dibujos abstractos construye “climas de color” con un modo de sutil puntillismo. Aplicando solo la punta del lápiz, colorea de arriba hacia abajo aplicando la ténica de “degradé”, hasta la mitad del plano, de tal modo que va “del color a la nada” y luego a la inversa, con otro tono, hacia abajo.

Peisajovich aprovecha el legado de los estudios cromáticos de Seurat y su modo de trabajar la división de tonos a partir de la posición de toques de color para provocar, en la distancia, determinadas combinaciones en la retina. Pero al eludir cualquier imagen reconocible -incluso la referencia al horizonte- la experiencia que crean esos dibujos que formalmente pueden evocarnos a Rothko, si bien se emparentan más con Albers, es la de transportarnos a la vastedad del espacio vacío sobre el cual parecieran flotar sus colores etereos, “gradientes”, como titula la serie. El término latín alude al aumento o disminución de una magnitud en la física. Ella lo aplica al color.

La luz surge en sus hojas de papel milimétricamente coloreadas como una cualidad sutil que aprecia el ojo: es el efecto de mirar intensamente esos planos difusos, infinitos, que albergan diversos tonos. Lo que vemos en cierto modo es la asombrosa creación del color que refleja el laborioso proceso de la obra: una inagotable adición de puntos en el espacio que desata una meditación en el tiempo.

Si un Turrell puede ser la aproximación más cercana a la prodigiosa luz de la creación, Peisajovich se sitúa en otra frontera. Lo que le interesa es por una parte la historia de los artificios en la búsqueda humana de la luz y su representación –por ello ha seguido a los visionarios como Raymond Roussell que imaginaron máquinas de pintar- y por otra parte, la consciencia de que la construcción perceptiva de las imágenes es un proceso frágil e inestable. Sus obras plantean, en sus palabras, “esa lucha entre la luz y la oscuridad que son los colores cambiantes”.

De hecho, esta serie se remonta a la obra Teoría del color, donde investigó la genealogía de las teorías sobre el tema. Tanto por el exigente y demorado trabajo manual de cada dibujo, como por el estado mental que supone su elaboración –“un proceso casi mántrico” según Peisajovich- la experiencia sensorial que provocan estas piezas es la de un conjunto de nuevas meditaciones sobre el color y el tiempo.

En la segunda sala, la instalación Todo lo que se hunde en la luz es la resonacia de la que emerge la noche es una intervención en el sistema de iluminación de la galería. Es una obra que provoca una meditación sobre la luz en el espacio en conjunción con nuestra percepción. Peisajovich, quien trabajó inicialmente en escenografía, logra despojar a la luz de la función habitual que tiene en las exhibiciones: “dar un efecto de teatralidad a las obras”. Su intervención subvierte las reglas de modo que ahora no hay otra obra distinta al juego de luces que preservan la potencialidad del arte: transformar la mirada.

Parafraseando a Barthes, Peisajovich busca alcanzar el grado cero de la imagen:  “Es un ir hacia atrás, en el proceso de conformación de la imagen y extraer cualquier residuo de forma para llevar a primer plano la batalla de la luz”. Esa es la obra. El título de la instalación in situ cita una frase que se repite con cinco variantes en el filme Alfaville de Jean Luc Godard, en el que el detective protagonista fotografía absolutamente todo lo que ve. Lo que el espectador encuentra es el propio sistema de iluminación sujeto a alteraciones, proyectándose sobre el suelo o introduciendo variantes en la percepción del espacio, de tal modo que es a él mismo a quien ilumina. Las luces se direccionan hacia la entrada de la sala, y le piden, como al agente secreto de Alfaville, dirigir su atención a lo que no nota habitualmente en una exposición: la fluctuante atmósfera visual que hay en el espacio y que sólo contiene la oscilación entre lo visible y lo invisible,  y su propio diálogo con la luz y con la percepción del espacio y el tiempo cuando las formas se han disuelto.