Van Robert

O el color de la música

Por Gil Fiallo, Laura
Van Robert
  El multiculturalismo y la globalización resemantizan en la actualidad todo lo que en el arte pretenda ser expresión de tradiciones locales, que trascendiendo el mero folklorismo o lo que en el siglo XIX y en el arte iberoamericano permanecí­a ligado a una estética de lo pintoresco, en la segunda mitad del XX y los comienzos del XXI asume el significado de una toma de conciencia de que lo universal puede sernos accesible, si es que existe, única y exclusivamente a través de lo concreto histórico, y que las constantes intemporales de la cultura se nos hacen presentes a través de las variables del pluralismo. En la actualidad, es el multiculturalismo, además de los cambios históricos, el que impone una doble aproximación y una doble lectura de las obras de arte.
El caso lí­mite más conocido por todos ha sido el del todaví­a relativamente reciente escándalo de una imagen religiosa, expuesta en el Museo de Brooklyn, cuya lectura, en clave occidentalista, sugerí­a una profanación de lo sacro, en tanto que el sentido otorgado en el contexto de su cultura de origen, la africana, era precisamente lo contrario.
No llegamos a ese extremo con las pinturas del dominicano Van Robert, discí­pulo de Felix Disla, y por lo tanto ligado a toda una tradición dominicana de costumbrismo, al mismo tiempo que a una reivindicación del negro y el mulato, de su cultura dignificada, de sus mitos ancestrales.
La inspiración en los ritos y costumbres de los "Congos de Villa Mella, de la Cofradí­a del Espí­ritu Santo", declarados hace poco por la Unesco como "Patrimonio Intangible de la Humanidad" otorga raí­ces más concretas al trabajo de Van Robert, que rebasa en gran medida las limitaciones de lo estrictamente documentalista o de la ilustración. La subjetividad y la interpretación artí­stica, personal, de lo empí­rico, juegan un papel tan fundamental, que lo primero que sugieren sus evocativas imágenes son ví­nculos estrechos con el surrealismo o el realismo fantástico.
Curiosamente, otra referencia importante para la lectura de la obra de este artista estrictamente figurativo es la de Kandinsky, el padre de la abstracción. Como él, Van Robert busca sus fuentes en los signos visuales del arte popular, sobre todo, en lo que se refiere al color; también produce una obra estrechamente vinculada al fenómeno de la sinestesia. Relaciona música y color, y una imaginerí­a de instrumentos musicales se sumerge en un continuo tornasolado donde la espacialidad y la temporalidad se fusionan. Todo un mundo de personajes y objetos existe en este ámbito iridiscente donde el flujo de lo real se trasmuta en ritmo y música, como lo hace en los rituales de las festividades sincréticas de los cultos de su Caribe natal.
La asociación libre y la fragmentación de la imagen son recursos fundamentales de la sintaxis de la imagen en Van Robert, unas imágenes mucho más cercanas a los recursos de la metonimia que a los de la metáfora. Por otra parte, nos muestran una especie de desmaterialización de las formas, que huyen una y otra vez de la corporeidad y de lo concreto para revelarse como un todo fluido y evanescente, que por unos segundos adquiere solidez y posteriormente se deshace en un continuo entre lo aparente y lo real que nos hace pensar en el samsara oriental, pero sobre todo en aquella fabulosa caracterización nietszcheana del mundo percibido como "humo de colores", sujeto a los vaivenes del eterno retorno.
Pocos artistas han sido capaces, en la medida en que lo logra Van Robert, de plasmar el elemento de misterio de la música, su í­ndole dionisí­aca, su capacidad evocativa y disolvente del tiempo que le proporciona un matiz fantasmal. Convoca al pasado junto con el presente y se dirige al futuro, enlazándolo en ritmos y figuras que, aunque incorpóreos, aluden a la propia música del cuerpo y salvan la esencia de los seres para la eternidad.
Unos fragmentos de acordeón, unos tambores, unas manos son, mucho más que esto, la evocación de todo un mundo surgido de una historia trágica de desarraigo, pero también de mestizaje y de pasión, con el acierto adicional de buscar los fundamentos de la identidad más allá de la raza o de los rostros, en lo trascendente de la cultura, en su capacidad de superar los conflictos del pasado en una sí­ntesis superior que mantiene intactos, de todos modos, los ví­nculos con las raí­ces.
En el caso de la obra de Van Robert no hay una negación del drama de nuestra historia, o de los traumas de la colonización o del propio proceso de mestizaje. Su visión no es historicista o costumbrista, sino transhistórica, asumiendo de una fuerte corriente surrealista del arte dominicano de los años cuarenta y hasta la actualidad, la existencia de una realidad superior, integradora de la cotidianidad, lo oní­rico y el universo de los arquetipos.
Gil Fiallo: Presidenta de la Asociación Dominicana de Crí­ticos de Arte
Subdirectora del Museo de Arte Moderno de Santo Domingo