Luisa Richter

La Pintura, las Ideas y el Mundo Físico

Por Pau-Llosa, Ricardo
Luisa Richter
  Las pinturas de Luisa Richter, más que las de cualquier otro artista relevante de las últimas cuatro décadas, han desmentido rotundamente la cantilena plañidera que proclamaba la muerte de la pintura. Esto se ve confirmado no sólo por la proximidad textural de sus telas, la amplitud conmovedora y controlada del gesto, o la inteligencia de sus estrategias cromáticas. También lo confirma el hecho de que Richter forma parte del puñado de artistas vivos que realmente piensan cuando pintan y dramatizan las condiciones por medio de las cuales cobra vida el pensamiento estético. Richter es una gloria tanto del arte europeo, particularmente del de su Alemania natal, como del de Sudamérica, donde es una figura reverenciada, especialmente en Venezuela, su segunda patria. En su casa de concreto y vidrio de severo estilo Le Corbusier, construida en la cima de una montaña cubierta de rica vegetación, en las afueras de Caracas, ha ejecutado algunos de los cuadros más sorprendentes de su generación. Lo que los hace importantes es su habilidad para captar la acción de abstracción de la imaginación pictórica y comprender los fundamentos del pensamiento espacial, al mismo tiempo que clarifican el proceso por el cual se logran estas hazañas creativas.
En términos más simples, las pinturas de Richter aglutinan los dominios intuitivos y analí­ticos del pensamiento, y sirven como ventanas introspectivas (por oposición a las estrechamente autorreferenciales) desde las que se divisa esta simultaneidad, esta poética de la pintura. Lo que en otros artistas es un mero registro de la acción y la pasión, o el deleite en la materia y el color, en Richter se transforma en un acto casi metafí­sico -el de hacer tangible una idea que, paradójicamente, no puede ser contenida en la imagen, aun cuando es, al mismo tiempo, inseparable de ella.
Es como si cada pintura planteara y contestara una pregunta inefable, y como si dicha pregunta, más que la respuesta, fuese siempre el principal objetivo de la obra. ¿Qué permutaciones de un cí­rculo pueden continuar significando el infinito aun cuando hayan dejado de ser cí­rculos? ¿Pueden un cí­rculo o una esfera ser representados, y por lo tanto concretar una presencia a nivel mental, por medio de una porción cualquiera, un arco o algún eco de redondez? ¿Y de qué forma alteran al arquetipo las sombras y la fragmentación? ¿Qué papel juegan nuestras frustraciones relativas a la fragilidad o intratabilidad de la materia en el deleite que encontramos en la luz? ¿De qué manera la refracción o la dispersión, o ambas, exaltan la idea de la forma, que constituye una amenaza para su visibilidad directa?
No se trata de que una pregunta oculta perturbe cada pintura de Richter, sino de que cada pintura obliga al espectador a conjurar esta clase de preguntas. A su vez, estos interrogantes nos hacen regresar a la pintura para disfrutar de sus lí­ricos laberintos de luz, gesto y forma.
En esencia, las pinturas de Richter se centran en la temporalidad de la creación como acto en el que los fundamentos de la percepción se unen de maneras nuevas, y la mente se ve por lo tanto impelida a conjurar nuevas causalidades y secuencias, nuevos parámetros.
Estos sensuales torbellinos de pensamiento y materia proponen un nuevo conocimiento del tiempo. Si bien artistas anteriores destilaron imágenes texturales abstractas y no referenciales de la "realidad", Richter pregunta si no se está llevando a cabo un viaje simultáneo del pensamiento, si la pintura como imagen y la forma como esencia no son igualmente atraí­das hacia la vida, el reconocimiento y la función. La temporalidad de la imaginación tiene que ver, precisamente, con una gravedad doble. Richter absorbió la sensibilidad hacia lo geométrico del modernismo inspirado en el constructivismo y de sus sucesivos herederos, especialmente en Venezuela, cuyos artistas cinéticos dominarí­an el escenario de posguerra. También hizo suyas una variedad de tendencias informalistas y abstractas que tuvieron mayor preponderancia en Europa y Norteamérica durante ese mismo tiempo.
Su luminoso entorno tropical también empujó a su imaginación hacia una serie de libertades fí­sicas que habrí­an sido difí­ciles de aprovechar en otro medio.
La marca de una gran artista, como lo es Richter, es la habilidad para transformar aquello que alguna vez ejerció su influencia sobre ella de manera tal que debido a su obra no podamos volver a pensar en estos orí­genes de la misma forma. Ella ha llevado la forma geométrica, la abstracción gestual, el color y la luz al nivel de imágenes y premisas del pensamiento. El ojo se desplaza de superficies guijarrosas a insinuaciones de pigmentos, como si cada pintura -tanto un paisaje incontenible como una arquitectura luminosa- intentara volverse tan compleja e inmediata, compartimentada y simple como el mundo mismo.
Gracias a Luisa Richter, ya no es necesario que nadie se disculpe por la implacable fertilidad de la pintura.