Eduardo Catinari

Mágico y Cósmico. Revelaciones Interiores

Por Peccinini, Daisy
Eduardo Catinari
  De las pinturas recientes de Eduardo Catinari emanan las mejores cualidades del artista contemporáneo: el alto nivel de complejidad conceptual y una escala muy amplia de recursos expresivos.
Su arte es una narrativa de percepciones que traen un universo mágico e ilimitado, captado en muchas experiencias y vivencias de este artista trotamundos, que transitó por los escenarios más diversos, desde el Caribe hasta el Sahara, con perí­odos de permanencia en Parí­s y Madrid, Rí­o de Janeiro y Bahí­a, entre otros lugares.
Nacido en la ciudad austral de Bahí­a Blanca, en tierras argentinas, limí­trofes con la Patagonia, cono sur del continente, lugares vastos aunque parcamente habitados. Territorio de los grandes silencios humanos y de las fuertes voces de la naturaleza, de inviernos de frí­os extremos y de calores insoportables en el verano.
En esta ciudad de carácter inglés se crió el niño solitario en la casa de sus abuelos, rodeado del cariño y de la austeridad tí­picos de las familias italianas. Desde temprano su contacto con el arte de la pintura fue directo, ya que viví­a con ellos su tí­o, artista. En el ateliíª de este pintor, situado en el primer piso de la casa, sintió desde la más tierna edad el olor de la trementina, los impactos visuales de los colores, de las formas y de todo el instrumental: pinceles, telas, papeles para dibujo, lápices y carbonilla, el mundo donde aprendió a dibujar muy temprano, a los 6 años. Y en los bordes de las telas alineadas escondió, en vano, sus primeras poesí­as, a los 8 años. La geografí­a humana de su infancia y adolescencia, transcurrida en este lugar, alejado del incesante bullicio de los grandes centros, le dio la posibilidad de desarrollar un pensar y un sentir solitario, al mismo tiempo independiente y autodidacta.
En busca de otros horizontes, el joven de 15 años, que viví­a escribiendo y dibujando, abandonó a su familia para ir a Brasil, el paí­s soñado como un paraí­so desde su infancia, cuando veí­a los dibujos de "Zé Carioca". Se fue a vivir a Rí­o de Janeiro, un verdadero contrapunto de su lugar de origen; era el primer paso hacia una vida aventurera que duró muchas décadas.
A lo largo del recorrido de su arte, que se iniciaba, Eduardo Catinari se destacó desde siempre por un dominio de todas las posibilidades del dibujo. Aplicó estas cualidades en proyectos gráficos, de carteles, en escenografí­as y campañas publicitarias. Su producción fue muy bien calificada por su gran capacidad de sí­ntesis y de contextualización de la figura humana en su entorno.
El gran salto se produjo por el encuentro con las obras y el pensamiento de Walter Smetak, en Salvador a fines de los años 60. El contacto con la estética de Smetak fue decisivo, ya que este excepcional músico suizo, de origen checo, habí­a atravesado un proceso de alquimia psicológica al estar en contacto con indios amazónicos y despojarse de toda la cultura europea, incluso musical. Smetak adopta la visión y sensibilidad chamánica de los indios brasileños que, a partir de entonces, orientará todo su proceso creador. Eduardo Catinari aproximó su sensibilidad a este universo smetakiano. La magia y la conciencia cósmica pasaron a ser las constantes en sus obras. Sumado a ello, una total y profunda identificación espiritual con Brasil, una adhesión y un compromiso que lo llevaron, en los años 70, a naturalizarse ciudadano brasileño. En su pintura, ese deseo de zambullirse en la sacralidad emanada de la tierra brasileña, hace abrir los portales de un ferviente imaginario y brotar, según palabras del artista, "nuevas y lúcidas imágenes interiores". Con redoblada actividad se empeñó en crear, estudiar y exponer, realizando muestras en Suiza y en Francia. En una progresión acentuada de despojamiento interior avanzó y cedió espacio en sus percepciones a los territorios mistéricos, ya sea del chamanismo indí­gena y africano, ya sea de la antroposofí­a europea. De ello resultan pinturas, a las que viene dedicándose exclusivamente desde 1984. Sin duda, la pintura es la modalidad del arte apropiada, pues los trabajos de Catinari demuestran lo que Leonardo da Vinci afirmaba acerca de la supremací­a del arte de la pintura, pues, según da Vinci, todo puede representarse, lo visible y lo invisible.
Catinari se vale de la pintura para impregnar en la tela sus visiones interiores, enfatizando la percepción de lo sagrado de la tierra brasileña. En las composiciones sintéticas, favorece las texturas como para energizar la materia cromática y muestra un universo de seres extraños, estructuras gráficas y orgánicas; muchas de ellas inspiradas en los instrumentos musicales, creadas por Walter Smetak.
La luz, elemento imprescindible de las revelaciones interiores, también está presente y es determinante en sus pinturas, haciendo aflorar, siempre, las figuras y los grafismos simbólicos.
Despertando una increí­ble sensación, que sorprende y atrae, estas telas ofrecen flashes de la alquimia de la psiquis, pues visualizan otros espacios, otros tiempos, otras naturalezas. Por sobre todo, es obra sensible y original de un narrador de otros mundos, investigados en el espacio metafí­sico brasileño.