EL SALÓN DE LAS INCONFORMIDADES

Por Dominique, Rodríguez Dalvard

La exposición Mar©a registrada en el Museo Nacional de Colombia, lugar donde se realizó por décadas el Salón Nacional de Artistas que llega a su versión 40 en 66 años de vida, muestra una historia del arte nacional en permanente crisis.
Todos discuten, los que están adentro y los que quedaron por fuera, los participantes por invitación y los que no se ganaron nada, los comentaristas de arte y los curadores. El público, más que por un debate que lo invite a ir, llega por inercia, por curiosidad, por darse su baño bienal de arte cuando se lleva a cabo el certamen. Todo porque un dí­a de 1965 la crí­tica argentina Marta Traba, por demás la voz más importante para las artes plásticas en Colombia durante tres décadas, dijo que el Salón era un "termómetro infalible", ese catalizador de lo que estaba ocurriendo. Aunque muchos no se sintieran representados allí­, su juicio fue fundamental para la historia del arte colombiano. Su ojo crí­tico develó quiénes serí­an esos artistas que trazarí­an el camino de lo moderno en el paí­s, y, de paso, condenó todo aquello que olí­a a nacionalista -odió profundamente un muralismo mexicano repetido hasta la saciedad por décadas- por considerarlo literal.
Algo de lo que no ha sido fácil salirse, e incluso hoy se hace manifiesto con un marcado interés por exponer una realidad social -tanto sociopolí­tica como cotidiana- insoportable, fórmula que en algunos casos ha resultado contundente, pero en muchos otros suena a oportunismo y es resuelta de manera obvia y efectista, aunque con mercado. Ya para 1958, un jurado de la versión 26 del Salón, Juan Acha, crí­tico peruano, escribí­a que "las fuerzas nacionalizadoras que actúan sobre la pintura son de í­ndole polí­tico social". En efecto, esto no resultaba de la nada, era todo un proyecto polí­tico. Cuando se creó el Salón en 1940, bajo la batuta del ministro de Educación de ese entonces, el después inmolado lí­der polí­tico Jorge Eliécer Gaitán, se habló del carácter civilizador del arte, al que luego se le sumó su carácter divino, ese que cumplí­a la función de "integrar el arte en la fe, en la fe de la que nació y a cuyo amparo creció gloriosamente, y lejos del cual ha andado, en los últimos tiempos, desalado y ciego", como llegó a recitar el ministro de la cartera de Educación, Lucio Pabón, con motivo de la inauguración del 9º Salón en 1952.
Bajo esta retórica se construyeron décadas de arte en Colombia. Ello no podí­a sino engendrar un arte fúrico, polarizado, combativo. Y su natural opuesto, virtuoso, académico -sin desnudo claro está-, apolí­tico. El tire y afloje de quienes se sentí­an repitiendo un discurso oficial y reaccionaban contra ello, y los que en nada querí­an meterse en dicha discusión empezó a crear un pulso que todaví­a hoy se vive en el mundo del arte en Colombia. Muchos artistas, en sintoní­a con Latinoamérica, adoptaron el dibujo y el grabado como medio de oposición a las llamadas "artes mayores", y como una "renuncia al impacto como sistema, al espectáculo como resultado", recordaba la artista e historiadora Beatriz González en el ensayo "Actitudes trasgresoras de una década". De la mano vino también una explosión de arte conceptual. El hervidero no pararí­a en una década candente y que mucho después se leerí­a como fundamental.
Los resultados no se hací­an esperar. El poeta venezolano Juan Calzadilla, jurado del 21 Salón en 1970, dijo sin conmiseración: "Soy espectador de un funeral". La crí­tica argentina también arremetió: "Creo que, en Latinoamérica, el crí­tico está obligado a ser doblemente honesto, porque se mueve entre términos relativos y entre ´intocables mediocridades´; si se deja ganar por la lástima o por el concepto de que ´aquí­... por ahora... siendo paí­ses nuevos... con esfuerzos iniciales... etc., etc., no podemos hacer más´, está perdido. Debe ser inmisericorde y no tener la más mí­nima blandura, si realmente quiere adiestrar al público en el conocimiento de la verdadera belleza y de los auténticos valores artí­sticos". Desde ese entonces empezó a hablarse de "la crisis" del Salón, discusión que aún hoy no termina. Que porque el esquema de "salón" es caduco, es centralista, no integra los nuevos lenguajes del arte, el sistema de premios crea un mecanismo perverso, quiénes participan, de qué manera lo hacen, quién invita... fueron algunos de los argumentos de la discusión y siguen siéndolo todaví­a.
No es gratuito que en 1976 se comiencen a hacer los salones regionales. El imperativo fue descentralizar. Era resultado de la pelea de qué era lo nacional que se estaba mostrando en ese "salón nacional", que más resultaba siendo la mirada hegemónica de un artista-espectador-curador-jurado del centro que se imagina cómo debe ser la provincia.

El tiro por la culata

"Es claro que la crisis de los salones refleja otras crisis empezando por la del arte mismo -escribí­a el crí­tico Francisco Gil Tovar en 1985- Cuando se piensa que el 24 Salón Nacional presenta apenas un centenar de obras seleccionadas [...] no parece achacable esta baja calidad a su organización democrática a través de los salones regionales. [...] Lo que pasa es que la cosa no da para más y denuncia la desorientación general del arte [...] el Salón es un muestrario de trabajos trasnochados de jóvenes-viejos situados en la penúltima hora de movimientos que en buena parte acusaron ya su agotamiento".
A pesar de la sentencia, se siguió organizando, y hoy, las palabras de Gil Tovar se revelan como anillo al dedo. Para el 39 Salón de 2004 se presentaron entre performances y video instalaciones obras de "la periferia", como Parrando llanero (una graciosa pintura de una danza de animales tí­picos de los llanos) o la Danta (una virtuosa talla de ese animal) y todos pegaron el grito en el cielo exigiendo la contemporaneidad y tildando a estas obras de primitivas. Hubo una molestia justamente porque se salí­a de los cánones de "lo contemporáneo", que para el centro es más un imperativo que una realidad. A pesar de ello, en esa búsqueda inminente de "lo pluriétnico y multicultural" que promulga la Constitución colombiana de 1991, para el Salón 40, que se ha presentado a todo lo largo de 2006, se cambió el esquema para darle más voz a las regiones -ya no sólo llevando el gran Salón a sus ciudades, sino una selección partiendo de allí­ mismo- y, casualmente, como imagen de esta idea de integración se eligió la obra de Juan Maturana Asprilla Minera nocturna. "La imagen misma del Salón, de la recolectora de oro, exótica, tiene mucho de significación: el arte como el oro, el que se recoge, el que se trabaja", decí­a el curador y maestro en bellas artes Raúl Cristancho. De vuelta al concepto moderno de la obra de arte, la firma, el original, el estilo, el fruto de la inspiración de un artista.
"A partir del X Salón Regional del 2003 -escribió Beatriz González- han aparecido predicadores, camuflados en talleres y han comenzado sus recorridos por las regiones. Estas los han recibido con reservas porque sus discursos globalizantes ya han sido desactivados". No del todo, pero se espera que este esquema de curadurí­as regionales bote un fruto auténtico en los años por venir. Por lo pronto, el mismo artí­fice de la Danta arriba mencionada, al ser tildado de artesano, se vistió de artista y este año propone No hay peor ciego que el que no quiere ver, de nuevo una talla, pero "con mensaje", tan literal como su tí­tulo. Esos son los peligros de los predicadores de los que habla González.
Porque detrás de estos salones se mueve la siempre inquietante pregunta de qué es lo regional en el arte. Finalmente, de la suma de estas miradas a la región se compone lo que se denomina "nacional". Y puede ser ecléctico, falto de resolución estética, poco "contemporáneo", popular, localista, pero esa es la región y ella muestra -dentro de un marco de oficialidad del que ha sido difí­cil desprenderse-, lo que es el paí­s, guste o no. Lo interesante de esta discusión es que aquellos colombianos que hoy sobresalen en el arte -Doris Salcedo, Miguel Ángel Rojas, Óscar Muñoz, entre otros- son el resultado y fueron parte justamente de dicha rica confrontación.

*Periodista, editora de cultura de la revista Cambio, Colombia.