Fugalternativa presenta artistas salvadoreños en Miami

Puntos de fuga y convergencias: artistas salvadoreños en perspectiva, una exhibición presentada por Fugalternativa en Biscayne Art House de Miami permite el encuentro con la diversidad y la fuerza de las prácticas artísticas de este país, originadas en una zona periférica en relación con los centros hegemónicos, desde donde se construye el relato de lo que se caracteriza como “global”.

Fugalternativa presenta artistas salvadoreños en Miami

Arte al Dia International reproduces the curatorial text written by Adriana Herrera, who with the Cuban Art Historian Willy Castellanos, formed Aluna Curatorial Collective, invited by Fugalternativa for the curatorial advisory of the exhibition.

En respuesta al desconocimiento que por su ubicación geopolítica caracteriza la historia en general y en particular la gestación de la historia del arte de El Salvador, Ronald Moran, Danny Zavaleta y Luis Cornejo exhiben sus obras individuales en Miami, como una iniciativa conectada a la reciente constitución de “Fugalternativa”. Este proyecto colectivo de arte contemporáneo en El Salvador, al que también pertenecen Walterio Iraheta, Carmen Elena Trigueros, y Simón Vega, entre otros artistas, ha surgido para acompañar la creación nacional contemporánea y fortalecer su diálogo con el mundo.

Son artistas que confrontan con sus prácticas artísticas y discursivas el hecho de que el imaginario de lo que es o debe ser el arte en los países periféricos, suele configurarse en los lugares hegemónicos. “Lo grave –escribió Gerardo Mosquera- no es que ellos (estos epicentros) nos impongan lo valioso, según sus criterios, sino que nosotros lo aceptamos convencidos”. Lo grave, según él, es que el tercer mundo sufre de una incapacidad de auto-legitimación artística y de afianzamiento de “epistemes” propias.

En contraposición a ello, Puntos de fuga y convergencia permite apreciar la amplitud de radios de acción creativa, y el potencial de las dinámicas artísticas de El Salvador, que convergen en ciertos puntos, pero que a la vez, exploran vías, tan diversas como legítimas de plantear desde el arte, epistemes, cuerpos de conocimiento –y reconocimiento- propios.

No obstante la diversidad de trayectorias y la casi contraposición entre las fuentes, referencias, temas, y soluciones que hay entre las obras de Morán, Zavaleta y Cornejo, en todos se advierte una convergencia en la renovación del interés en la pintura asumida como medio al cual se transportan los procesos y registros artísticos de otros medios como la fotografía. Y esto en un espectro que incluye desde la pura documentación visual de paredes en barriadas, como es el caso de Zavaleta; hasta el registro de la activación de las instalaciones laberínticas y casi invisibles de Morán; pasando por el del vasto archivo de referencias iconográficas mediáticas de la actual generación en cualquier urbe que representa Cornejo.

Los tres son “richterianos”, cultores del modo en que Gerald Ritcher diluía las fronteras entre pintura y fotografía, pero su herencia es un medio para abordar preocupaciones propias, que a veces hurgan con incidencia en el propio contexto, pero que se disparan a partir de ahí hacia otras exploraciones ontológicas sobre la condición de la vida contemporánea. Los tres evaden a su modo los imaginarios exotistas, pero tienen en común diversas formas de perturbar a partir de sus obras.

En Ronald Morán (San Salvador, 1972) las diversas estrategias de desmaterialización –de los objetos o de la misma obra de arte- son un lenguaje de inmediato reconocible, pero nunca estático o confinado a su propio estilo. En obras ya paradigmáticas asumía la violencia perpetrada en el ámbito doméstico a través de instalaciones que recubrían su mobiliario y objetos con espuma de poliéster. Un material sucedáneo del algodón –tan blando, tan blanco, tan suave- que causaba la extrañeza necesaria para provocar otro modo de observación del espacio familiar. Pero también evocó masacres de indígenas con bellos jardines de rosas de papel cuyos pétalos con mensajes escritos a mano contenían testimonios de supervivientes. En las más recientes series de laberintos retoma la táctica irónica de la re-cobertura, pero en espacios transitables.

Inicialmente el desconcierto de sus blancas paredes afelpadas —hasta el punto de que no era posible oír ni el eco de la propia voz—, evocaba los cuartos de los esquizofrénicos, recubiertos para protegerlos de las heridas que pueden infringirse al golpearse contra las paredes, y permitía que el espectador recorriera a tientas el laberinto de su propio silencio ante las diversas formas de violencia social. Parte de las obras expuestas transporta el registro de su instalación, su mise en scene, vacío de la presencia humana, a la pintura que de este modo replantea al ojo de otros espectadores el dilema de los laberintos de impenetrables paredes, como eco del estado demencial del mundo actual.

En su obra más reciente, el recorrido se acerca a su origen mítico: la leyenda del hilo de Ariadna que le permite a Teseo seguir su rastro para —una vez muerto el Minotauro— desandar el recorrido y salir, conduce a Ronald Morán a la construcción de laberintos de hilos blancos. Su obra dialoga con numerosas referencias —desde Duchamp a Richard Serra o Eva Hesse—, pero plantea una poética propia: aunque la pared sea invisible, aunque el principio y el fin se revelen desde el principio, no es menos importante la voluntad de atravesar los laberintos, no sólo en su totalidad, sino asumiendo su fragilidad y responsabilizándose de esta.

El reto que plantea a cada espectador en su recorrido da paso a la determinación de registrar por primera vez la presencia humana, que ahora aparece en sus pinturas de base fotográfica, como rastro, gesto en fuga, desplazamiento incesante, donde lo que cuenta es el estar o haber estado ahí. El cuerpo, que es también un cuerpo social, es a la vez hilo y laberinto, un continuo pasar bajo la tensión de no desgarrar la pieza, que Morán registra haciendo visibles dinámicas colectivas, zonas de las redes sociales de las que no somos conscientes.

En cada trabajo de desmaterialización, en la generación de imágenes de una belleza que surge de la ironía, y en su juego de tensiones entre presencia-ausencia, violencia y sutileza, hay diversos modos de parar el mundo e introducir la extrañeza necesaria para generar una visión alterna. A sus laberintos hay que entrar con los sentidos agudizados para ver desde lo ausente hacia dónde y cómo debemos encaminarnos.

Danny Zavaleta (n. 1981, San Salvador) ha gestado su lenguaje insertando en el arte contemporáneo iconografías de sectores populares, incluyendo entre éstas las vedadas: el compendio visual de tatuajes y grafitis, así como de gestualidades, jergas, e incluso la misma textura de las paredes en las barriadas marginales donde se concentran las maras en su país.

Surgidas de complejas coyunturas de desplazamientos migratorios, repatriaciones forzadas, y de un sistema de rígidas castas sin movilidad ni opciones, estas agrupaciones de casi niños y adolescentes temerarios, se afirman socialmente imponiéndose a través de violentas estrategias por fuera de la ley. Zavaleta representa en medios diversos los signos gráficos que sostienen una ritualidad a través de la cual se construyen formas de pertenencia e identidad bajo el acecho continuo, desbocado, de la muerte.

La ironía es también una estrategia conceptual en sus obras, que se alimentan tanto de la investigación de las “ciclas” o agrupaciones de las maras, como de la familiaridad con sus sujetos, puesto que el artista no ha sido un observador externo que aparece en estos escenarios y reproduce una visión esteticista y foránea, sino alguien que creció en Soyapango, zona donde se concentra uno de esos mapas urbanos de la violencia.

Made In, una de sus obras construidas con un traje de manta, parodia el formato del ícono más representativo de lo popular, el traje típico salvadoreño. Pero suplanta los tradicionales bordados bucólicos de pájaros, árboles o el sol naciente, por códigos que provienen de las plantillas usadas por las maras para tatuarse. Igualmente recopila figuras reiterativas que aparecen en el transporte colectivo del país, donde se mezclan los lenguajes iconográficos religiosos populares, con los de la extendida violencia y claves personales.

El empleo del bordado —uno de los oficios ancestrales, inseparables de la cotidianidad de muchas comunidades indígenas, pero también una de las formas de supervivencia precaria en las actuales urbes— añade otros elementos de reflexión social local a la pieza del vestido. A la vez, en su replanteamiento iconoclasta de lo que realmente es el traje nacional, hay referencias a la historia del arte que evocan las prácticas de performance y deconstrucción de lo icónico como ocurría en la relación entre el traje de fieltro de Joseph Beuys y su apropiación por Maurizio Cattelan.

Al trasplantar y unificar frases religiosas y signos de las pandillas, bordados en hilo negro sobre impolutos manteles, sus instalaciones nos disturban. Cada pieza bordada con elementos mínimos, como negación de la profusión de color y de formas de la estética popular, desestabiliza las fronteras de la representación y asalta las nociones de una mirada social que suele sostenerse de espaldas a sus propios abismos. El acto de hacer entrar en las instituciones, galerías o museos, todos esos formatos iconográficos marginales, confiere un modo de legitimidad, si no a las prácticas violentas que algunas veces los acompañan, sí a su desesperado grito de inserción y pertenencia social.

Por otra parte, las pinturas de Zavaleta son una exploración que reúne en sus manchas, texturas y figuras, insumos gráficos que son elementos repetitivos en los grafitis de las maras cuando alguien fallece. Igualmente reproduce las paredes de sus territorios urbanos, copiándolas a partir de una documentación fotográfica que trasplanta al lienzo. Pero el artista también plantea una mirada diacrónica de la violencia y de formas de exclusión que atraviesan siglos. De esta forma, la imagen de un hombre encapuchado por la Inquisición en el Medioevo convive con los signos tatuados en la piel de los lugares donde la Mara-18 o la Mara Salvatrucha extienden su simulacro de poder. Porque de cualquier modo es un poder que impone terror sin generar transformación y que supone un tránsito demencial que a menudo desemboca en la muerte.

Las capas de pintura parecen gravitar sobre lugares vacíos, los grafitis flotan entre espacios de paredes descascaradas como una gigantesca metáfora de la descohesión social. En algunos casos, como en el del dibujo tipo grafiti de la “jaina” (la mujer de un miembro de la mara), Zavaleta usa los elementos de su representación idealizada, para construir un personaje inexistente en las maras, y, en ese sentido, una fábula mordaz sobre su machismo, pues se trata de una mujer empoderada, de una líder de pandilla.

A través de este tipo de obras o de proyectos como su mordaz cartilla de alfabetización —que de la A a la Z exponía convenciones lingüísticas e iconográficas de las maras—, uno de sus grandes aciertos ha sido el investigar y visibilizar los múltiples alfabetos gráficos de la violencia en el contexto del arte contemporáneo. Ha trasplantado a este las grietas de un tejido social en el que se puede decir: “Mi mamá no me mima. Me mima mi mara”.

En un momento en que, como sostiene “hay una cosa rara que se llama tregua”, sus obras, llenas de referentes locales, pero en diálogo con la pintura de las generaciones que vivieron momentos como el desplome de la Cortina de Hierro, forman un mapa que ayuda a transitar el territorio presente de un país como El Salvador, abriéndolo a un futuro dialógico.

Luis Cornejo (San Salvador, 1979) encarna en cambio la liberación de esa exigencia de lo local como certificado de autenticidad que a menudo se impone al arte de la periferia. Cita la reivindicación que hiciera Umberto Eco, del hecho de no tener que escribir para cambiar el mundo, y reclama para el arte la visión del hombre de letras, “restituido a su máxima dignidad que es escribir por el simple placer de fabular”.

El conjunto de su obra hace uso del derecho de pintar desde su archivo personal iconográfico, que es también el de una era de circulación en la cual hay un canibalismo de imágenes provenientes de la historia del arte, sin que exista siquiera una diferenciación en la categoría de las fuentes de procedencia. Si el Pop no puede entenderse sin el readymade duchampiano, y el hiperrealismo sin este, en su obra se festeja un retorno a la pintura donde el virtuosismo del retratista clásico aparece solo para proceder a “carnivalizarse”, en una mezcla de referencias de historias de Walt Disney, lenguajes gráficos extraídos de la web, o convenciones iconográficas de los cómics, y un continuo juego onomatopéyico en el que sus personajes van mostrando signos reflejo de la saturación de las imágenes.

Sus modelos encarnan personajes que a su vez están sujetos a la auto-sátira, a la negación de sus propios códigos. Él mismo es el pintor clásico y el chico que tacha la pintura superponiéndole monigotes, y admite que el conjunto de las obras es un autorretrato metafórico. Pero no se trata solo de la auto-representación, con todo cuanto tiene de contaminación de imágenes, sino de su inevitable conexión con el imaginario colectivo de una época, con los fondos del archivo visual fragmentado y acelerado que puede compartir con sus colegas en Centroamérica, pero igual con artistas de cualquier ciudad europea.

En parte, durante su residencia en Alemania, se liberó del peso de la preocupación política como normativa de lo que debía hacer el artista centroamericano; pero también del distanciamiento de la pintura de una generación que creció oyendo el anuncio de su muerte. Volvió al óleo con una consciencia lúdica, con la libertad de glosar lo que tuviera en gana, sin un sentimiento de culpa ante el saqueo y libre combinatoria de los movimientos que décadas atrás todavía mantenían códigos de sus propias estrategias.

Si hay una virtud política en su trabajo, ésta es la de ser refractario a las exigencias exotistas y recordarnos que la pintura centroamericana puede gozar de la misma libertad del placer del “ojo indiscriminado”, que en cualquier parte transita promiscuamente entre todas las referencias visuales de la época. También ocurre que desde la contaminación de imágenes se transforma la definición propia y se realiza un canibalismo de identidades que no deja de contener la tensión entre la afirmación y la negación. O de ser una pregunta abierta. Un tránsito. Un arte de fugas y convergencias.