Leopoldo Torres Agüero

como mariposa en el viento

Por Cristina Rossi* | febrero 08, 2012

En pintura la improvisación es un estado de gracia donde el espíritu se vuelve mariposa en el viento.
Leopoldo Torres Agüero

Leopoldo Torres Agüero

Músico y pintor, interesado por la figura humana y el paisaje, el arte mural y el signo espontáneo, los efectos de la luz y la vibración de los matices, en todas las etapas de su producción Leopoldo Torres Agüero fue un artista inclinado a experimentar con la forma y el color.
Tras su primera etapa de formación en la provincia argentina de La Rioja, en 1941 se trasladó a Buenos Aires para continuar sus desarrollos y, luego de haber recibido uno de los premios que otorgaba el Salón Nacional, en 1949 decidió partir hacia París. Mientras residía en la Maison Argentine de la Cité Universitaire se acercó a Cândido Portinari. Este contacto fortaleció su interés por el arte monumental que puso en práctica primero en las galerías comerciales proyectadas por el estudio Aslán y Ezcurra en Buenos Aires y, después, en edificios bancarios, teatrales y hasta en la Iglesia parroquial de Olivos. Más tarde, también volcó su interés por la experimentación con el mármol, acero inoxidable, tela o yute en este tipo de obras monumentales.
Hacia mediados de la década del 50 los estudiantes de las escuelas de bellas artes porteñas comenzaron una lucha sostenida para exigir la renovación de los planes de estudio y la transformación de la Escuela en una Facultad de Artes. Desconociendo la autoridad del cuerpo docente, el 3 de octubre de 1955 un Movimiento Estudiantil tomó las tres escuelas de arte. Sin embargo, para no interrumpir sus estudios los alumnos pidieron colaboración a los artistas jóvenes y dispuestos a enseñar: Torres Agüero se contó entre los profesores preferidos por el alumnado.
Dibujante ejemplar, su enseñanza no sólo proponía sensibilizar a cada uno frente a las diferentes calidades de la línea, sino que procuraba liberar su trazo. No fue casual, por cierto, que fuera uno de los anfitriones de Georges Mathieu cuando, en noviembre de 1959, extendió su tela sobre el piso del patio de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, durante la visita que realizó a Buenos Aires.
También fue un profesor inolvidable para quienes tenían habilidades e inclinación hacia la música. Leo –como lo recuerda el hoy famoso trompetista Gustavo Bergalli– tenía un atelier en la mítica Casa de los Fantasmas, una casona de Belgrano donde músicos y pintores compartían las jam sessions que organizaba semanalmente. Tampoco fue casual, entonces, que fuera uno de los promotores de los certámenes de croquis al ritmo de las improvisaciones de jazz, para todos los estudiantes aficionados al dibujo.
Pero si promediando los 50 ya había sintetizado su figuración y las composiciones se habían ido cargando de un cierto halo de misterio, hacia el final de la década Torres Agüero asumió un nuevo desafío. En abril de 1960 viajó a Kyoto donde profundizó su natural inclinación hacia el manejo espontáneo de la línea, las gradaciones del color y la valoración de las luces y las sombras. El tiempo de residencia en Japón le dejó, en este sentido, una huella indeleble. Su pintura madura no podría ser comprendida sin tener en cuenta la gravitación del mandala en la cultura oriental, la fuerza instintiva de su trazo caligráfico y la noción de diversidad en la unidad. Antes de regresar presentó una exposición en Tokio y la crítica japonesa reconoció que había logrado que la impronta del Sumi-e se manifestara dentro de las sutilezas del color de su estilo particular.
En París fue sintetizando estas vivencias. Si su etapa más temprana se había desarrollado entre la línea ascendente de las montañas riojanas y el interminable horizonte de la pampa argentina, tras la experiencia en Oriente se potenciaron esas fuerzas verticales y horizontales también presentes en la simbología del yin-yang, pero identificadas con el principio femenino-masculino, la tierra y el cielo, la pasividad y la acción. Después de una etapa sígnica, Torres Agüero comenzó a realizar tramas abstractas en las que capitalizó el manejo espontáneo de la materia líquida. Algunas veces, los hilos de color chorreado tejieron mallas delgadas que actúan por transparencias y, en otros casos, las líneas monocromas o multicolores generaron tramas densas que apelan a lo táctil por su espesor y textura. No obstante, hacia finales de la década, el dominio sobre esta modalidad de trabajo por chorreado abrió paso a un tipo de composición estructurada en esquemas geométricos sobre los que prevalece la traza rectilínea.
Sin embargo, aunque la línea recta se convirtió en el recurso principal de su vocabulario plástico, su línea nunca fue una recta de arista dura sino sensible. Antes que trazar rectas en sentido estricto, planteó líneas rectas que admitían los distintos grosores del trazo blando, obtenido por chorreadura de una pintura líquida que se deslizaba sobre la tela por gravedad. En ese gesto, meditado y al mismo tiempo espontáneo, había encontrado la resonancia de su propia sensibilidad. En definitiva, era el mismo concepto que había trasmitido a sus alumnos cuando les enseñaba a dibujar con plumas de ganso, para que ellos afinaran o achataran la punta hasta lograr un grosor que fuera afín a cada personalidad.
En el suelo parisino fueron apareciendo sus configuraciones concéntricas, la recurrencia al círculo inscripto en el cuadrado y el equilibrio y la potencia del eje axial. El interés por la vibración del color y los choques de luces y sombras impulsó la fundación del Groupe Position que, en el marco de los desarrollos del cinetismo y las experiencias ópticas, lo reunió con Hugo Demarco, Armando Durante, Horacio García Rossi y Antonio Asís. A pesar de su breve duración –esta agrupación fue fundada en abril de 1971 y se disolvió a fines de 1972– los artistas lograron que sus obras recorrieran las ciudades de Bruselas, París, Brescia, Madrid, Sevilla, Bilbao, Bérgamo y Zurich.
En las dos últimas décadas de producción sus pinturas se asentaron en un espacio construido a partir de sucesivas capas que avanzan y retroceden, pantallas a través de las cuales la vista penetra en profundidad. Incluso, antes de su temprana muerte –ocurrida en 1995– Leo estaba experimentando con texturas en los fondos de las composiciones de grandes dimensiones. Inscriptas en las formas simples de la geometría, esas tramas regulares dieron por resultado una geometría sensible, siempre emotiva.
Pero el juego óptico de estas pinturas descansa en las vibraciones del color. Muchas veces se trata de un color manejado a través de sutiles pero sistemáticas escalas, graduadas por un buen conocedor de la metódica ejercitación que, paradójicamente, exige cualquier improvisación. Otras veces, en cambio, irrumpe en la serenidad de la superficie el repentino quiebre de un fuerte acento de color. En cualquier caso, Torres Agüero fue un maestro en el arte de dosificar los efectos cromáticos para provocar los cambios de ritmo que dinamizan la lectura y que –como en el jazz– operan por aceleración y detención. En música como en pintura, entonces, al lograr el dominio sobre la secuencia sonido-silencio-vibración, como él mismo escribió, el espíritu se vuelve mariposa en el viento.

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* Buenos Aires, enero 2012